LA ABOLICION DEL TRABAJO

Bob Black

NADIE DEBERIA TRABAJAR NUNCA

El trabajo es la fuente de casi todo el sufrimiento del mundo. Casi cualquier mal que se quiera nombrar viene de trabajar o de vivir en un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir, tenemos que dejar de trabajar.

Esto no significa que tengamos que dejar de hacer cosas. Significa crear una nueva forma de vida basada en el juego, en otras palabras, una revolución lúdica. Por “juego” entiendo también festividad, creatividad, convivencia, camaradería, y quizá incluso el arte. Hay más en el juego que el juego de niños, aún siendo éste tan valioso. Llamo a una aventura colectiva de alegría generalizada y exuberancia libremente interdependiente. El juego no es pasivo. Sin duda todos necesitamos un montón más de tiempo para la pura vagancia y la flojera que el que disfrutamos ahora, sin importar los ingresos y la ocupación, pero una vez recuperados del agotamiento inducido por el empleo casi todos nosotros queremos actuar.

La vida lúdica es totalmente incompatible con la realidad existente. Curiosamente -o quizá no- todas las viejas ideologías son conservadoras porque creen en el trabajo. Algunas de ellas, como el marxismo y la mayoría de formas del anarquismo, creen en el trabajo aún más fieramente porque creen en muy poco más.

Los liberales dicen que deberíamos terminar con la discriminación en el empleo. Yo digo que deberíamos terminar con el empleo. Los conservadores apoyan las leyes sobre el derecho a trabajar. Siguiendo a Paul Lafargue, yo apoyo el derecho a la pereza. Los izquierdistas están a favor del pleno empleo. Como los surrealistas -sólo que yo no estoy bromeando- yo estoy a favor del pleno desempleo. Los trotskistas incitan a la revolución permanente. Yo incito a la rebeldía permanente. Pero si todos los ideólogos abogan por el trabajo (y así lo hacen) -y no sólo porque planean hacer que otra gente haga el suyo- son extrañamente reticentes a decirlo. Hablarán incesantemente de salarios, horas, condiciones de trabajo, explotación, productividad, beneficios. Hablarán alegremente de cualquier cosa menos del propio trabajo.

Estos expertos que se ofrecen a pensar por nosotros raramente comparten sus conclusiones sobre el trabajo, pese a lo sobresaliente que es en la vida de todos nosotros. Entre ellos discuten sutilmente los detalles. Los sindicatos y los gerentes están de acuerdo en que deberíamos vender el tiempo de nuestras vidas a cambio de la supervivencia, aunque regatean sobre el precio. Los marxistas creen que nos deben mandar los burócratas. Los libertarios creen que nos deberían mandar los hombres de negocios. A las feministas no les importa quien mande, con tal de que sean mujeres. Claramente estos traficantes de ideologías tienen serias diferencias sobre como dividir el botín del poder. Igual de claramente, ninguno de ellos tiene objeción alguna al trabajo como tal y todos ellos nos quieren mantener trabajando.

Quizás te preguntes si bromeo o hablo en serio. Bromeo y hablo en serio. Me gustaría que la vida fuese un juego, pero un juego con apuestas altas. Quiero jugar para siempre. La alternativa al trabajo no es sólo la indolencia. Pese a todo lo que valoro los placeres del letargo, nunca es más valioso que cuando alterna con otros placeres y pasatiempos. No estoy tampoco promoviendo la dirigida válvula de escape disciplinada por el tiempo llamada “ocio”. El ocio es no-trabajo por el trabajo. El ocio es el tiempo perdido recuperándose del trabajo y en el frenético pero inútil intento de olvidarse del trabajo. La diferencia principal entre el trabajo y el ocio es que en el trabajo al menos te pagan por tu alienación e irritación.

No estoy jugando a juegos de definiciones con nadie. Cuando digo que quiero abolir el trabajo, quiero decir exactamente eso. Mi definición mínima de trabajo es tarea obligatoria, es decir, producción forzada. Ambos elementos son esenciales. El trabajo es producción impuesta por medios económicos o políticos, por la zanahoria o el palo. (La zanahoria es simplemente el palo por otros medios). Pero no toda creación es trabajo. El trabajo nunca se hace por su propio interés, se hace para conseguir algún producto o resultado que el trabajador (o, más a menudo, algún otro) obtiene de él. Esto es lo que el trabajo necesariamente es. Definirlo es despreciarlo. Pero el trabajo usualmente es aún peor que lo que su definición decreta.

Usualmente el trabajo es empleo, esto es, trabajo asalariado, que significa venderte a plazos. Así el 95% de estadounidenses que trabajan, lo hacen para algún (o algo) otro. En la URSS o Cuba o Yugoslavia o cualquier otro modelo alternativo que pueda aducirse, la cifra correspondiente se aproxima al 100%. Sólo los sitiados bastiones campesinos del Tercer Mundo - México, la India, Brasil, Turquía - cobijan temporalmente concentraciones significativas de agricultores que perpetúan el arreglo tradicional de la mayoría de trabajadores en los últimos milenios, el pago de impuestos (= rescate) al estado o una renta a terratenientes parásitos a cambio de que por lo demás les dejen en paz. Incluso este crudo trato está empezando a parecer bueno. Todos los trabajadores industriales (y de oficina) son empleados y están bajo el tipo de vigilancia que asegura el servilismo.

Pero el trabajo moderno tiene peores implicaciones. La gente no sólo trabaja, tienen “trabajos”. Una persona hace una tarea productiva todo el tiempo sobre la base de no tener otra opción. Incluso si la tarea tiene un grado de interés intrínseco (como no ocurre con cada vez más trabajos) la monótonía de su exclusividad obligatoria lo vacía de su potencial lúdico. Un “trabajo” que podría implicar, por pura diversión, las energías de algunas personas por un tiempo razonablemente limitado, es sólo una carga sobre aquellos que tienen que hacerlo cuarenta horas a la semana sin tener voz en cómo podría hacerse, en beneficio de unos propietarios que no contribuyen en nada al proyecto, y sin ninguna oportunidad de compartir tareas o extender el trabajo entre quienes realmente tienen que hacerlo. Este es el mundo real del trabajo: un mundo de torpeza burocrática, de acoso y discriminación sexuales, de jefes estúpidos que explotan y culpan a sus empleados, quienes - bajo cualquier criterio racional-técnico- deberían dirigirlo todo. Pero el capitalismo en el mundo real subordina la maximización racional de la productividad y el beneficio a las exigencias del control organizativo.

La degradación que experimentan la mayoría de trabajadores en su empleo es la suma de indignidades surtidas que puede ser denominada como “disciplina”. La disciplina consiste en la totalidad de controles totalitarios en el lugar de trabajo. La disciplina es lo que la fábrica, la oficina y el almacén comparten con la prisión, la escuela y el hospital mental. La disciplina es el distintivamente diabólico modo moderno de control, es una intrusión innovadora que debe ser puesta en entredicho a la primera oportunidad.

Así es el “trabajo”. El juego es justamente lo contrario. El juego es siempre voluntario. Lo que de otra manera podría ser juego es trabajo si es forzado. Jugar y dar están relacionados muy de cerca, son las facetas conductista y transaccional del mismo impulso, el instinto de juego. Ambos comparten un aristocrático desdén por los resultados. El jugador obtiene algo del juego; por eso juega. Pero la recompensa principal es la experiencia de la propia actividad (cualquiera que sea). Algunos atentos estudiosos del juego, como Johan Huizinga (Homo Ludens) lo definen como juego organizado o seguimiento de reglas. Respeto la erudición de Huizinga pero rechazo enfáticamente sus restricciones. Hay muchos juegos organizados buenos (ajedrez, béisbol, Monopoly, bridge) que están gobernados por reglas pero en el juego hay mucho más que jugar siguiendo reglas. La conversación, el sexo, el baile, el viaje -estas prácticas no están gobernadas por reglas- pero con seguridad son juegos si es que algo lo es. Y se puede jugar con las reglas al menos tan fácilmente como con cualquier otra cosa.

El trabajo es una burla de la libertad. El discurso oficial es que todos tenemos derechos y vivimos en una democracia. Otros infortunados que no son libres como nosotros tienen que vivir en estados policiales. Estas víctimas obedecen órdenes quieran o no, no importa lo arbitrarias que sean. Las autoridades las mantienen bajo vigilancia regular. Burócratas estatales controlan incluso los menores detalles de la vida cotidiana. Los funcionarios que les dan órdenes sólo responden ante sus superiores, públicos o privados. De una forma u otra, la disidencia y la desobediencia son castigadas. Chivatos informan constantemente a las autoridades. Se supone que todo esto es algo muy malo.

Y así es, aunque no es nada más que una descripción del lugar de trabajo moderno. Hay más libertad en cualquier dictadura moderadamente desestalinizada que un lugar de trabajo estadounidense ordinario. Encuentras el mismo tipo de jerarquía y disciplina en una oficina o una fábrica que en una cárcel o un monasterio. Un trabajador es un esclavo a tiempo parcial. El jefe le dice cuándo ha de aparecer, cuándo ha de irse y qué hacer mientras tanto. Te dice cuánto trabajo tienes que hacer y a qué velocidad. Es libre de llevar su control a extremos humillantes, regulando, si le apetece, las ropas que vistes o con que frecuencia vas al baño. Con unas pocas excepciones puede despedirte por cualquier razón, o por ninguna razón. Hace que te espíen chivatos y supervisores, acumula un dossier sobre cada empleado. Sin aprobarlo necesariamente para ellos tampoco, es notable que los niños en casa y en la escuela reciben el mismo tratamiento, justificado en su caso por su supuesta inmadurez. ¿Qué dice esto de sus padres y maestros que trabajan?

El degradante sistema de dominación que he descrito gobierna la mitad de las horas de vigilia de una mayoría de mujeres y de la enorme mayoría de hombres durante décadas, a lo largo de la mayor parte de sus vidas. Para ciertos propósitos no es demasiado engañoso llamar a nuestro sistema democracia o capitalismo o -mejor aún- industrialismo, pero sus verdaderos nombres son fascismo de fábrica y oligarquía de oficina. Cualquiera que diga que esta gente es “libre” es un mentiroso o un estúpido. Eres lo que haces. Si haces un trabajo aburrido, estúpido y monótono, lo probable es que acabes siendo aburrido, estúpido y monótono. Las personas que son reglamentadas durante toda sus vidas, entregadas al trabajo al salir de la escuela y que, como en un paréntesis, están limitadas por la familia al principio y el asilo al final, están habituadas a la jerarquía y psicológicamente esclavizadas. Su entrenamiento para la obediencia en el trabajo pasa a las familias que inician, reproduciendo así el sistema en más de una manera, y a la política, la cultura y todo lo demás. Una vez drenas la vitalidad de la gente en el trabajo, probablemente se sometan a la jerarquía y la opinión de los expertos en todo. Están acostumbrados. (...)

El sentimiento prevaleciente, universal entre los jefes y sus agentes y también ampliamente extendido entre los propios trabajadores es que el trabajo es inevitable y necesario. No estoy de acuerdo. Ahora es posible abolir el trabajo y reemplazarlo, en tanto que sirva a fines útiles, con una multitud de nuevos tipos de actividades libres. Abolir el trabajo requiere atacarlo desde dos direcciones, la cuantitativa y la cualitativa. Por una parte, del lado cuantitativo, tenemos que recortar enormemente la cantidad de trabajo que se hace. Actualmente, la mayor parte del trabajo es inútil o aún peor y simplemente deberíamos librarnos de él. Por otra parte - y creo que esto es el meollo del asunto y el nuevo punto de partida revolucionario - tenemos que tomar el trabajo útil que quede y transformarlo en una variedad placentera de pasatiempos parecidos a juegos o a actividades artesanas, indistinguible de otros pasatiempos placenteros, excepto que resulta que estos dan lugar a productos finales útiles. Seguramente esto no va a hacerlos menos tentadores. Entonces todas las barreras artificiales de poder y propiedad podrían venirse abajo. La creación podría convertirse en recreo. Y todos podríamos dejar de tenernos miedo unos de otros.

No sugiero que la mayor parte del trabajo pueda salvarse de esta forma. Pero es que la mayor parte del trabajo no merece que se intente salvarlo. Sólo una pequeña y decreciente fracción del trabajo sirve a algún fin útil independiente de la defensa y reproducción del sistema laboral y sus apéndices. Directa o indirectamente, la mayor parte del trabajo sirve a los fines improductivos del comercio o el control social. De inmediato podríamos liberar a decenas de millones de vendedores, soldados, gerentes, polis, agentes de bolsa, clérigos, banqueros, abogados, maestros, caseros, guardias de seguridad, publicistas y todo el mundo que trabaja para ellos. Hay un efecto de bola de nieve puesto que cada vez que se retira a algún pez gordo se libera también a sus lacayos y subordinados. Así la economía implosiona.

El 40% de la fuerza de trabajo son trabajadores de cuello blanco, la mayoría de los cuales tienen algunos de los trabajos más aburridos e idiotas que se hayan inventado. Industrias completas, como las aseguradoras, la banca y las inmobiliarias, no consisten de nada más que de inútil papeleo. No es accidental que el “sector terciario”, el sector de servicios, esté creciendo mientras que el “sector secundario” (industria) se estanca y el “sector primario” (agricultura) casi desaparece. Debido a que el trabajo es innecesario excepto para aquellos cuyo poder asegura, los trabajadores son trasladados desde ocupaciones relativamente útiles a otras relativamente inútiles como una medida para asegurar el orden público.

Después podemos meterle el hacha al propio trabajo de producción. No más producción bélica, energía nuclear, comida basura, desodorantes de higiene femenina - y por encima de todo, nada más de industria automovilística. Así, sin intentarlo siquiera, ya hemos virtualmente resuelto la crisis energética, la crisis medioambiental y otro surtido de problemas sociales insolubles.

Finalmente, hay que acabar con la que es con mucho la ocupación más extendida, la que tiene horarios más largos, la paga más baja y algunas de las tareas más tediosas. Me refiero a las amas de casa que se encargan del trabajo del hogar y el cuidado de los niños. Aboliendo el trabajo asalariado y logrando el pleno desempleo socavamos la división sexual del trabajo. La familia nuclear como la conocemos es una adaptación inevitable a la división del trabajo impuesta por el trabajo asalariado moderno. Si te libras del patriarcado, líbrate de la familia nuclear cuyo “trabajo en la sombra” no pagado, como dice Ivan Illich, hace posible el sistema laboral que la hace necesaria. Ligadas a esta estrategia no-nuclear están la abolición de la infancia y el cierre de las escuelas. A los niños los necesitamos como maestros, no como alumnos. Tienen mucho que aportar a la revolución lúdica porque son mejores jugando que los adultos. Los adultos y los niños no son idénticos pero se volverán iguales mediante la interdependencia. Sólo el juego puede tender un puente sobre la brecha generacional.

Lo que realmente quiero ver es el trabajo convertido en juego. Un primer paso es descartar las nociones de “trabajo y “ocupación”. Incluso actividades que tiene algún contenido lúdico pierden la mayor parte de éste al ser reducidas a trabajos que cierta gente, y sólo esa gente, es forzada a hacer con exclusión de todos los demás. Bajo un sistema de rebeldía permanente, seremos testigos de una Edad de Oro del diletante que avergonzará al Renacimiento. No habrá más trabajos, sólo cosas que hacer y gente que las haga.

El secreto de convertir el trabajo en juego, como demostró Charles Fourier, consiste en organizar las actividades útiles para aprovechar mejor lo que a distinta gente le gusta hacer en distintos momentos. Para hacer posible que alguna gente haga las cosas con las que podrían disfrutar sería suficiente con erradicar las irracionalidades y distorsiones que afectan a esas actividades cuando se ven reducidas a trabajo. Segundo, hay algunas cosas que a la gente le gusta hacer de vez en cuando, pero no demasiado rato, y sin duda no todo el tiempo. Podrías disfrutar cuidando niños durante unas pocas horas para estar en su compañía, pero no tanto tiempo como sus padres. Los padres, por su parte, aprecian profundamente el tiempo que les liberas para que puedan estar solos, aunque se inquietarían si se les separase demasiado tiempo de su progenie. Estas diferencias entre los individuos son las que hacen posible una vida de libre juego. El mismo principio se aplica a muchas otras áreas de actividad.

Tercero, otras cosas que son insatisfactorias si las haces a solas o en un ambiente desagradable o siguiendo órdenes de un superior, son placenteras, al menos durante un tiempo, si se cambian esas circunstancias. La gente despliega su ingenio, por lo demás desperdiciado, para hacer un juego de los trabajos esclavizadores y menos atractivos. Las actividades que atraen a alguna gente no siempre interesan a todos, pero todo el mundo tiene al menos potencialmente una variedad de intereses y un interés en la variedad. Como en el dicho, “todo una vez”. No tenemos que tomar el trabajo de hoy día tal como lo encontramos y adjudicarlo a las personas apropiadas. Si la tecnología tiene un papel en todo esto no es tanto automatizar el trabajo hasta sacarlo de la existencia como abrir nuevos campos para la re/creación. Hasta cierto punto quizá queramos volver a la artesanía, que William Morris considerable un efecto probable y deseable de la revolución comunista. El arte sería recuperado de las manos de los snobs y los coleccionistas, abolido como un departamento especial que alimenta a un público de élite, y sus cualidades de belleza y creación restauradas a la vida integral de la que fueron robadas por el trabajo. Es una idea reveladora la de que las vasijas griegas sobre las que escribimos odas y que exhibimos en los museos fueron usadas en su época para almacenar aceite de oliva. La cuestión está en que no existe el progreso en el mundo del trabajo; en todo caso, lo contrario. No deberíamos vacilar en hurtarle al pasado lo que tenga que ofrecer, los antiguos no pierden nada mientras nosotros nos enriquecemos. La reinvención de la vida cotidiana significa ir más allá de los límites de nuestros mapas. Hay, es cierto, más especulación sugerente que lo que sospecha la mayoría de la gente. Además de Fourier y Morris -e incluso algún indicio, aquí y allá, en Marx- están los escritos de Kropotkin, los sindicalistas Pataud y Pouget, los anarcocomunistas antiguos (Berkman) y modernos (Bookchin). Communitas de los hermanos Goodman es ejemplar al ilustrar qué formas se derivan de funciones (fines) dadas, y hay algo que recoger de los frecuentemente nebulosos heraldos de la tecnología alternativa / apropiada / intermedia / convivial, como Schumacher y especialmente Illich, una vez que desconectas sus máquinas de niebla. Los situacionistas son tan despiadadamente lúcidos como para ser estimulantes, incluso si nunca acabaron de cuadrar su aprobación del gobierno de los consejos obreros con la abolición del trabajo. De todos modos, mejor su incongruencia que cualquier versión existente del izquierdismo, cuyos devotos parecen ser los últimos campeones del trabajo, porque si no hubiera trabajo no habría trabajadores, y sin trabajadores, ¿a quién iba a organizar la izquierda?

Así que los abolicionistas estarán en gran medida solos. Nadie puede decir qué resultaría de la liberación del poder creativo embrutecido por el trabajo. Cualquier cosa puede ocurrir. La vida se convertirá en un juego, o más bien muchos juegos, pero no -como es ahora- un juego de suma cero. Si jugamos bien nuestras cartas, podemos obtener más de la vida que lo que ponemos en ella; pero sólo si jugamos en serio.

Nadie debería trabajar nunca. Trabajadores del mundo... ¡relajáos!

Bob Black
(Traducción: Carlos Barona) (*)

(*) La versión larga de este artículo se puede obtener en la página web de E. Z. o en un folleto editado por Likiniano Elkartea. Igualmente, ha sido editada en portugués por Crixe Luxuosa • Rua do Almada, 47-49 (á Bica) • 1200 Lisboa (Portugal).